La historia de los impuestos saludables en México se remonta mucho antes de que el término fuera acuñado. Desde el siglo XVII, los gobiernos han identificado productos como tabaco, alcohol, café y azúcar como fuentes significativas de ingresos, no por motivos de salud, sino para sustentar burocracias emergentes, utilizando la condena moral de estos productos como justificación. Así, surgieron los llamados “impuestos al pecado”, que han combinado durante siglos la utilidad fiscal con un enfoque moralista.
El enfoque sanitario de estos impuestos comenzó a tomar forma a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando se consolidó la higiene pública y la medicina social. Los impuestos sobre el alcohol empezaron a utilizarse como herramientas para combatir el alcoholismo y sus efectos en la sociedad. Con el auge de la epidemiología en la segunda mitad del siglo XX, se comenzó a establecer un vínculo entre el tabaco y diversas enfermedades, lo que cambió la narrativa: el argumento pasó de ser exclusivamente fiscal a convertirse en uno preventivo, donde el objetivo era gravar el tabaco para disminuir su consumo y, a su vez, la carga de enfermedades.
Desde la década de 1970, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha recomendado los impuestos al tabaco como una de las políticas más efectivas para salvar vidas. Poco después, el alcohol se incluyó en esta estrategia. Así, la salud pública adoptó un instrumento fiscal tradicional y le dio un nuevo significado: lo que antes se consideraba un impuesto al vicio ahora se enmarca como un impuesto para la salud.
La traducción al español de la expresión “health taxes” como “impuestos saludables” genera confusión. Este término en español implica una connotación positiva, sugiriendo que un impuesto puede ser beneficioso, lo cual resulta contradictorio, ya que los impuestos son cargas financieras. Por lo tanto, el término se convierte en un oxímoron involuntario.
Los impuestos para la salud no encajan plenamente en ninguna categoría clásica de políticas sanitarias, ya que se sitúan en la intersección de varias. Su objetivo inmediato es preventivo, buscando reducir el riesgo de enfermedades crónicas mediante la disminución del consumo de productos dañinos. También actúan como una estrategia para promover la salud, incentivando entornos más favorables y reinvirtiendo lo recaudado en programas comunitarios o escolares. Además, constituyen un mecanismo fiscal que limita el acceso a productos nocivos, complementando otras medidas regulatorias.
En el siglo XXI, estos impuestos se expandieron a nuevas categorías de productos, como bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados, en respuesta al aumento de la obesidad y enfermedades crónicas. Países de ingresos altos y medios han experimentado con impuestos sobre el azúcar y la comida chatarra, obteniendo resultados variados.
En México, el Impuesto Especial sobre Productos y Servicios (IEPS) ha gravado históricamente al tabaco y alcohol desde su creación en 1980. Sin embargo, en 2014, se introdujo un gravamen a las bebidas azucaradas y alimentos de alta densidad calórica, bajo la promesa de destinar recursos a la salud pública. A pesar de la reducción inicial en el consumo de refrescos, los ingresos generados no se etiquetaron para salud, lo que llevó a que se considerara un impuesto general.
Esto revela la paradoja de los impuestos saludables en México: aunque existen, no financian políticas de salud. La narrativa se utiliza para legitimar medidas fiscales, pero en la práctica se convierten en instrumentos de recaudación. Esta contradicción erosiona la confianza pública, especialmente entre los sectores de bajos ingresos, quienes deben pagar más por consumir productos dañinos sin garantía de que esos recursos se reinviertan en el sistema de salud.
Entre 2018 y 2024, el impuesto se mantuvo, pero sin cambiar su destino de recaudación. En 2025, se propone que la recaudación de estos impuestos sea destinada al sector salud, marcando un cambio significativo en la política fiscal. Sin embargo, permanece la incertidumbre sobre si este enfoque realmente transformará la situación de la salud pública o si será una mera repetición de contradicciones previas.
La historia de estos impuestos en México demuestra que, más que saludables, han sido utilizados políticamente. La pregunta sigue siendo si se convertirá en una política de salud efectiva o si se mantendrá como un oxímoron político.
