Los ostiones, esos moluscos que se esconden en conchas duras, no son solo un manjar, sino un vínculo profundo con nuestra historia familiar y cultural. Cuando uno de ellos se coloca en la boca, evoca recuerdos de la infancia en la playa de la Condesa en Acapulco, donde los días se llenaban de risas y juegos junto a mis padres y sus amigos.
Un viaje a través del tiempo y el paladar
La realidad es que en tiempos difíciles, donde el mundo enfrenta guerras, intolerancia y crisis climática, los placeres simples como disfrutar de un ostión pueden parecer frívolos. Sin embargo, lo que muchos no ven es que estos momentos de disfrute son esenciales para nuestra salud mental y emocional. Mi pasión por los ostiones se justifica en su capacidad para conectar a las personas, crear rituales y fortalecer lazos afectivos en nuestra vida cotidiana.
En México, la diferencia entre ostras y ostiones a menudo causa confusión. Mientras que en España se conoce a las ostras como un manjar más delicado, aquí en México nos referimos a ellos como ostiones, esos ejemplares robustos que, al abrirse, revelan su esencia marina. Este amor por el ostión no solo está ligado a su sabor, sino también a las memorias y experiencias que representan.
Desde tiempos inmemoriales, las ostras han sido parte de nuestra dieta, como lo demuestra la iconografía antigua que las presenta como un alimento preciado. Aquellos que habitaban las costas aprendieron a extraer de estos bivalvos la carne blanda y sabrosa que no solo sustenta, sino que también deleita. Al recordar esos días en Acapulco, donde un amigo traía un costal de ostras recién extraídas, es fácil comprender por qué este alimento se ha convertido en un símbolo de celebración y comunidad.
El peregrinaje gastronómico hacia Cancale
Mi amor por los ostiones me llevó a Cancale, en Normandía, una localidad reconocida por la UNESCO como patrimonio de la humanidad por su producción de ostras. Allí, en la cala de la bahía de San Michelle, el ciclo de la vida marina se despliega con la marea que sube y baja, revelando los campos de ostras que, dependiendo de la hora del día, son cubiertos o expuestos por el mar.
El placer de elegir una docena de ostiones en un mercado a la orilla del mar es indescriptible. Sentarse en los escalones, con una copa de vino blanco frío, y disfrutar de estos manjares en comunión con las civilizaciones que han sabido apreciarlos es un ritual que trasciende el tiempo. Dejar que la vista se pierda en el horizonte, mientras se saborean esos pequeños tesoros, es un acto de pureza y conexión con la naturaleza que no se puede evitar.
Finalmente, al terminar la comida, las conchas vacías se acumulan en una montaña en la playa, formando parte del paisaje natural y simbolizando el ciclo de la vida. Este ritual de comer ostiones frente al mar no solo sacia el apetito, sino también el espíritu, recordándonos que, a pesar de los desafíos que enfrentamos, siempre hay motivos para celebrar y disfrutar de los pequeños placeres de la vida.
