El 19 de septiembre de 1985 se grabó en la historia de México como el día en que un terremoto de 8.1 grados devastó la Ciudad de México. A las 7:19 de la mañana, la tierra tembló, causando una destrucción inimaginable en tan solo dos minutos. Este evento no solo destruyó edificios y dejó un paisaje de ruinas, sino que también fracturó la confianza de los ciudadanos en sus autoridades.
La respuesta del gobierno ante la tragedia fue tardía y considerada insuficiente. Mientras el gobierno federal inicialmente reportó entre seis mil y siete mil fallecidos, la Comisión Económica para América Latina elevó la cifra a 26 mil. Por su parte, organizaciones de damnificados estimaron que el número real de víctimas podría alcanzar hasta 35 mil, cifra que aún se considera como una herida abierta en la memoria colectiva del país.
En contraste con la falta de acción gubernamental, la respuesta de la sociedad civil fue extraordinaria. Miles de voluntarios, conocidos como “Topos”, emergieron como héroes anónimos, rescatando sobrevivientes de entre los escombros y brindando ayuda a los afectados. Este fenómeno de solidaridad ciudadana se convirtió en un símbolo de la fuerza del pueblo mexicano en tiempos de crisis.
El escenario post-terremoto mostró la magnitud de la devastación. Edificios emblemáticos se encontraban en ruinas, y la Cruz Roja Mexicana desempeñó un papel crucial en las labores de rescate y atención a las víctimas. A pesar de las dificultades, sus equipos se convirtieron en un rayo de esperanza en medio del caos.
El impacto del terremoto no solo se sintió en la infraestructura, sino también en la conciencia social. La tragedia marcó el inicio de una nueva era de participación ciudadana y vigilancia sobre las autoridades. La creación del Sistema Nacional de Protección Civil en 1986 fue un paso hacia adelante, aunque la desconfianza hacia el gobierno se había consolidado.
Años después, la reconstrucción de la ciudad fue un proceso largo que tomó más de siete años. Sin embargo, el trauma colectivo se convirtió en una herida persistente, resaltando la necesidad de una sociedad civil más organizada y comprometida.
Hoy en día, el legado de aquel 19 de septiembre sigue vivo. Cada alerta sísmica recuerda no solo el dolor de la tragedia, sino también la resiliencia y solidaridad que emergieron en su momento. La historia del terremoto de 1985 continúa resonando en la memoria de México, un recordatorio del poder de su gente y su capacidad de autoorganización ante la adversidad.