El 15 de septiembre de 2025, se conmemoran 57 años de una de las tragedias más oscuras de la historia reciente de México: la masacre de San Miguel Canoa. En la noche del 14 de septiembre de 1968, cinco jóvenes de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla fueron linchados por una turba enardecida, instigada por un sacerdote y el ambiente de miedo que caracterizaba a la época. Cuatro de ellos perdieron la vida, mientras que el quinto, Julián González Báez, sobrevivió para cargar con el trauma de un evento que dejó cicatrices profundas en la sociedad mexicana.
El contexto de la tragedia
En aquel tiempo, México vivía un fervoroso movimiento estudiantil que exigía mayores libertades y denunciaba la corrupción del gobierno del PRI. Los jóvenes González Báez, Roberto Rojano Aguirre, Miguel Flores Cruz, Ramón Gutiérrez Calvario y Jesús Carrillo Sánchez se encontraban en una excursión al volcán La Malinche, pero la lluvia los obligó a refugiarse en San Miguel Canoa. Este pueblo, aislado y en gran parte hablante de náhuatl, se convirtió en un lugar propicio para la desinformación y la manipulación.
El sacerdote Enrique Meza Pérez, figura autoritaria en la comunidad, aprovechó la situación para encender el odio en la población. En un sermón incendiario, acusó a los estudiantes de ser “comunistas ateos” que pretendían saquear el pueblo y profanar la iglesia. Sin saber que aquellos “invasores” eran solo idealistas, más de cien habitantes, armados con machetes y antorchas, asaltaron la casa donde se refugiaban los jóvenes, desatando una ola de violencia sin precedentes.
La brutalidad del linchamiento
La escena fue dantesca: los jóvenes fueron arrastrados a la calle, golpeados y apedreados. Los hermanos Lucas y Odilon García, propietarios de la casa donde se refugiaban, fueron asesinados. Al final, solo Julián logró escapar, pero no sin antes presenciar cómo sus amigos eran asesinados en un frenesí de barbarie. Esta masacre no fue un estallido de pasiones populares, sino un crimen premeditado, un ensayo para la represión que culminaría en Tlatelolco dos semanas después.
El gobierno del estado de Puebla, bajo el mando de Fausto M. López, no intervino, dejando a los jóvenes a merced de la turba. La impunidad fue la norma, y los culpables nunca enfrentaron la justicia. El sacerdote Meza Pérez, lejos de ser castigado, fue “trasladado” a otra parroquia, un castigo ridículo que subraya la complicidad del Estado con la violencia.
Las consecuencias de la masacre trascienden las vidas de los cuatro jóvenes asesinados; son un reflejo de la impunidad que ha marcado a México. Los sobrevivientes llevan consigo secuelas irreparables, y la memoria de aquella noche se ha perdido en el polvo del olvido. A pesar de las obras que han documentado el horror, como la película Canoa de Felipe Cazals y el libro de Guillermina Meaney, el grito de justicia por los que fueron silenciados sigue resonando en la memoria colectiva.
Hoy, en este aniversario, es necesario recordar que San Miguel Canoa no es solo un pueblo, sino un símbolo de cómo la intolerancia puede devorar el futuro de un país. La historia de Canoa nos interpela a confrontar nuestro pasado y exigir justicia por aquellos cuyas voces fueron apagadas. Al alzar la voz por ellos, también alzamos la voz por un México que aún lucha por la democracia y la justicia.