En México, el término huachicol ha evolucionado. Ya no se refiere únicamente a las perforaciones en ductos o a los camiones cisternas que circulan clandestinamente. Actualmente, la forma más lucrativa y menos visible es el huachicol fiscal, un contrabando técnico de combustibles que se realiza a través de aduanas y puertos. En este caso, los litros de combustible no desaparecen por una manguera, sino a través de hojas de Excel, facturas falsas y códigos aduaneros manipulados.
Desde 2020, el gobierno federal delegó el control de las aduanas y puertos a la Secretaría de Marina, argumentando que la corrupción en estas áreas había permitido durante décadas la entrada masiva de mercancías ilegales, incluidos los hidrocarburos. La expectativa era clara: si las Fuerzas Armadas aseguraban estas instalaciones, el contrabando disminuiría. Sin embargo, investigaciones recientes indican que el fenómeno del huachicol fiscal no solo ha persistido, sino que se ha sofisticado, operando incluso bajo la supervisión de la misma autoridad.
El mecanismo que se ha identificado implica que empresas fachada importan combustibles como gasolina, diésel o aditivos, declarando volúmenes inferiores a los realmente ingresados o simulando productos diferentes para evadir el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS). En otras ocasiones, el combustible que entra como “de tránsito” hacia Centroamérica termina en gasolineras nacionales. Cada operación de este tipo evade millones en impuestos, creando un agujero fiscal que finalmente recaerá en la ciudadanía.
Según estimaciones independientes, el huachicol fiscal genera pérdidas al erario que superan los 177 mil millones de pesos anuales. Esta cifra supera lo que muchos estados reciben en participaciones federales y equivale a más de la mitad del presupuesto anual destinado a Pemex en su área de Exploración y Producción. Así, mientras el debate público se centra en las fugas de ductos, la mayor fuga ocurre en las aduanas controladas por el mismo Estado mexicano.
La implicación de la Marina en este asunto es preocupante. A pesar de que los marinos patrullan muelles, supervisan cargas y gestionan ventanillas, los reportes indican que bajo su custodia se han detectado operaciones de contrabando de hidrocarburos, algunas involucrando a mandos navales activos o retirados. Esta situación plantea una paradoja inquietante: la entidad encargada de limpiar las aduanas aparece mencionada en expedientes judiciales como parte de la red de contrabando.
Puertos estratégicos como Tuxpan, Dos Bocas, Coatzacoalcos y Manzanillo son puntos clave en la entrada de combustibles. Cada barco cisterna puede mover más de 300 mil barriles, y un solo embarque manipulado puede suponer pérdidas equivalentes a meses de robo en ductos. El denominado “huachicol de escritorio” ha evolucionado hacia un negocio de élite: menos riesgo y mayores volúmenes de ganancias.
Las consecuencias de este fenómeno son variadas. En el ámbito fiscal, representa una evasión de impuestos que reduce los ingresos para sectores prioritarios como salud, educación e infraestructura. Económicamente, afecta a las gasolineras legales que cumplen con el pago de IEPS e IVA, creando competencia desleal. Políticamente, esta situación socava la legitimidad de la estrategia gubernamental de militarizar los puertos y aduanas. Socialmente, oculta el problema, ya que a diferencia del huachicol físico, no hay imágenes que conmuevan a la opinión pública.
El huachicol de ductos fue el rostro visible de tragedias como la de Tlahuelilpan, mientras que el huachicol fiscal es invisible para la mayoría, pero erosiona al Estado desde dentro. Si la Marina no logra hacer limpieza, surge la interrogante: ¿quién vigila al vigilante?
Para erradicar el huachicol fiscal, el Ejecutivo no puede confiar solo en la vigilancia militar en los puertos ni en discursos sobre la lucha contra la corrupción. Es vital implementar un monitoreo electrónico para cada litro de combustible que ingresa por aduanas, con medición en tiempo real, facturación vinculada y acceso público a datos de cada embarque: nombre del barco, empresa importadora, volumen y monto de impuestos pagados. Sin transparencia, cualquier otra medida será mera simulación.
Si bien la Marina puede custodiar las instalaciones, no puede ser juez y parte. Es necesario establecer un órgano civil autónomo que audite lo que acontece en los muelles y rinda cuentas al Congreso. Además, la Unidad de Inteligencia Financiera debe perseguir a quienes manejan el dinero: factureros, agentes aduanales y empresas fachada, congelando cuentas y procesando por delincuencia organizada, en lugar de solo evadir fiscalmente.
Asimismo, se requiere una reforma legal específica: prisión y pérdida definitiva del cargo para funcionarios involucrados en contrabando, y considerar el huachicol fiscal como delito equiparable al lavado de dinero. México también debería mirar hacia el mar, firmando convenios internacionales para que cada barril que salga de Houston, Panamá o Asia llegue con certificado de origen y volumen, permitiendo su verificación al llegar a puertos mexicanos.
Junto a esto, se debe presionar a las gasolineras cómplices: si adquieren combustible ilegal, se les debe cancelar la concesión de manera definitiva. Al mismo tiempo, es necesario ofrecer incentivos a quienes importen y comercialicen de manera legal. La lucha no solo se gana con acciones contundentes, sino también con normas claras y un mercado competitivo.
En resumen, el Ejecutivo debe desmantelar la opacidad de las aduanas, retirar la exclusividad a los militares y atacar el flujo de dinero detrás del huachicol fiscal. Cualquier otra acción será solo un maquillaje. Si no se garantiza una total transparencia ni se imponen castigos ejemplares, el mensaje es evidente: aunque los ductos estén protegidos, el verdadero saqueo continuará ingresando por la puerta principal, disfrazado de legalidad.