La historia de las hermanas González Valenzuela, conocidas como Las Poquianchis, es un relato sombrío que se ha tejido en el tejido social de México, revelando los oscuros rincones de la explotación y la violencia. Originarias de El Salto, Jalisco, Delfina, María de Jesús, Carmen y María Luisa no fueron siempre sinónimo de crimen; su historia comienza en un entorno marcado por la pobreza y la brutalidad.
Desde su infancia, las hermanas vivieron bajo el yugo de un padre autoritario y violento, quien no dudaba en castigar severamente a sus hijas. La opresiva influencia de una madre profundamente católica se sumó a este ambiente, creando un hogar donde la misoginia y la precariedad económica predominaban. Este contexto familiar dejó cicatrices que, más adelante, se reflejarían en su inhumana empresa.
El primer paso hacia la creación de su imperio criminal fue dado por Carmen, quien escapó con un hombre y abrió una cantina. Sin embargo, el fracaso de este negocio la llevó de regreso a casa, con un conocimiento que pronto sería vital para sus hermanas. Fue Delfina quien, al tomar el mando, utilizó la herencia familiar para abrir un prostíbulo en El Salto. A pesar de un trágico incidente que culminó con la muerte de uno de sus hijos y el cierre del establecimiento, la ambición de las hermanas no se detuvo allí.
María de Jesús adquirió un burdel que llevaría el nombre de El Poquianchis, el cual se convertiría en el emblema de su red de explotación. Con este nuevo establecimiento, Las Poquianchis comenzaron a expandir sus operaciones a otras localidades, como San Francisco del Rincón y Lagos de Moreno, siempre con el apoyo de autoridades locales que recibían favores sexuales a cambio de protección.
Lo que comenzó como una serie de burdeles se transformó rápidamente en una estructura criminal que abarcaba la trata de personas, la esclavitud sexual y el asesinato. Las hermanas se dedicaron a reclutar a sus víctimas con falsas promesas de empleo, una práctica que llevó a muchas mujeres, incluidas menores de edad, a una vida de sufrimiento.
Las condiciones en las que vivían estas mujeres eran inhumanas. Obligadas a mantener relaciones sexuales para “pagar” por alimentos y refugio, muchas dormían en condiciones deplorables, entre excrementos, y bajo la constante amenaza de violencia. “Despertaron terror y odio, pero también lujuria y avaricia”, se señala en el fallo judicial que las condenó.
Uno de los aspectos más alarmantes de este caso es la complicidad institucional. Policías, militares y funcionarios públicos se convirtieron en cómplices de Las Poquianchis, participando en la explotación sexual o manteniendo silencio a cambio de servicios. Esta red de protección les permitió operar sin ser molestadas durante años, generando un ambiente de miedo en la región. Entre las familias del Bajío, una advertencia se volvió común: “No salgas sin permiso, o te llevan Las Poquianchis y ya nadie te encuentra”.
El silencio que rodeaba a Las Poquianchis se rompió en 1964, cuando denuncias anónimas dieron inicio a una investigación formal. La resistencia de las autoridades locales obligó a una intervención estatal que reveló una red de complicidades y una realidad aterradora. Se encontraron restos óseos, testimonios desgarradores de sobrevivientes y evidencias de los crímenes sistemáticos que se habían perpetrado.
Las hermanas fueron arrestadas y enfrentaron un juicio donde se les imputaron delitos graves, incluyendo homicidio calificado, secuestro y trata de personas. El fallo condenatorio documentó más de 90 víctimas, aunque se estima que el número real podría ser mucho mayor. Finalmente, se les dictó una pena máxima de 40 años de prisión.
A pesar de ser clasificadas a menudo como “asesinas seriales”, una investigación académica sugiere que este término puede no ser del todo preciso. Según la tesis titulada “Las Poquianchis, una aproximación desde el psicoanálisis”, su actuar no respondía a impulsos personales, sino a un interés económico sistemático y criminal. Esto no disminuye su culpabilidad, pero invita a una reflexión más profunda sobre cómo se narra su historia.
Las Poquianchis construyeron un imperio del horror, protegidas por un sistema que permitió la impunidad y el silencio. Aunque sus nombres quedaron en los expedientes judiciales, las verdaderas raíces de su poder y la complicidad que alimentó su accionar siguen siendo aspectos que la sociedad debe confrontar. La historia de estas mujeres, lejos de ser solo una anécdota de crimen, es un recordatorio escalofriante de la explotación y el sufrimiento que aún persisten en muchos rincones de Latinoamérica.
